domingo, 21 de mayo de 2017

Mi propia guerra íntima

My Own Private War (2016)
Países Bajos, 57'.
Lidija Zelovic

No hay región en Europa más convulsionada durante las últimas décadas que los Balcanes. En especial los territorios de la que fuera Yugoslavia, actual escenario de la multitud de países en que fue desmembrada, los mismos que a su vez genera(ro)n al interior de cada nación nuevos partidos políticos, alianzas e identidades. Todo ello es un depósito de pólvora encendido una y otra vez por las chispas generadas a causa de tensiones étnico-religiosas.

Y nada de esto nos es ajeno como peruanos, dígase de paso.

Mas lo que sí nos es ajeno es la forma en que el arte de toda Europa del Este ha plasmado en libros, películas, música y artes plásticas esa realidad convulsa. No tienen que abordar directamente una guerra en sus obras para comunicarnos esa “poética del conflicto bélico” que las atraviesa como una aorta mayor y que, cuando lo hace, convierte la ficción y el documental en arte personal, con características identitarias individuales y colectivas. Uno es capaz de reconocer un fotograma procedente de algún lugar de la ex-Yugoslavia casi al instante, y diferenciarlo de un proveniente de la cinematografía d Rumania o de Georgia, por ejemplo.

Gracias al Festival Al Este de Lima, que ya se va por la octava edición, pudimos ver en preestreno “My Own Private War” (Países Bajos, 2016), de Lidija Zelovic, ganadora del Premio Memoria del Mediterráneo en Trieste 2016. Este documental de apenas una hora de duración cuenta la historia personal de la directora, quien regresa a Sarajevo como periodista, ciudad en la que nació y de la cual partió en 1993 por causa de las guerras yugoslavas (que han sido varias y son complejas de explicar, si acaso alguna guerra tiene explicación). El documental fue proyectado en el Centro Culturalde España el sábado 20 de mayo a las 6pm, como parte del ciclo Europa Móvil que a su vez es parte del Prefestival de Cine, y contó como panelistas con la presencia de Violeta Barrientos, poeta y Doctora en Ciencias Sociales, y de Rodrigo Portales, crítico de cine.



El narrador como sujeto enunciador

Luego de ver la película, diría que surgen tres preguntas fundamentales:

·         ¿Quién (o qué) es la narradora y cómo está parada ante su tema?
·         ¿Cómo ella se representa la guerra y cómo nos la presenta a nosotros?
·         ¿Desde dónde lo hace y hacia dónde lleva su tema?

Claro que hay muchos más, pero en aras de la brevedad, abordemos el asunto desde esas tres entradas.

Nos queda claro que Lidija Zelovic interpreta Lidija Zelovic: hace no un documental sobre la guerra en Sarajevo sino sobre ella misma haciendo un documental sobre la guerra de Sarajevo. Este interesante dislocamiento de la instancia enunciadora tiene una función específica: ella es madre –y nos muestra a su hijo interactuando con ella-, es hija – nos muestra a sus dos padres en sendas secuencias de interacción familiar-; pero también es prima de un sujeto que pasó de ser un pan de dios para convertirse en francotirador, y amiga de un hombre que se niega de muy malas maneras a contar su versión. Tiene ascendencia serbia –etnia que el mundo señala como responsable de los actos más sanguinarios- pero se considera yugoslava. Su familia, por lo menos su padre, ha optado por estar del bando de los serbios –es decir, se identifica con una comunidad- y le recrimina que ella no abrace una identidad étnica sino que opte por ponerse del bando de las víctimas.

De esta manera, la directora se posiciona en el justo medio de todos los fuegos, con todos los cañones apuntando sobre ella.

Pero (su) Yugoslavia no solo ya no existe físicamente sino que es un recuerdo que pocos quieren evocar; así, cada vez que ella enarbola esa bandera identitaria es agredida (en una calle por un conductor que casi la atropella, por un amigo que la deja hablando sola, por los soldados que la agreden sexualmente).

Lidija Zelovic es, además y muy por encima de todo, una mujer reportera. Como tal, además de todo lo antes dicho, vive un infierno una vez que cae en manos de quienes consideraba compatriotas. Y no tiene reparo en decírselo al mundo, porque es justamente con las mujeres que las guerras se ensañan siempre. Al respecto, como señala Violeta Barrientos, opta por una narrativa femenina y hace un relato no desde los hechos sino desde las emociones. Destaco la escena en que, luego de contar la agresión de la que fue víctima, la vemos conversando con su madre en el jardín de su casa; la mamá le pinta el cabello mientras Lidija trata de decir algo con la voz partida y lágrimas en los ojos. Pero también la vemos, antes y después, en imágenes de archivo patinando durante su infancia en Sarajevo, jugando con sus amigos, vestida para ir a las discotecas y, en fin, llevando una vida normal interrumpida por las guerras. Son momentos en que lo real, desde la acepción lacaniana, se hace presente y presumo que no solo en la pantalla sino también en los espectadores, a quienes afecta tal vez no cada secuencia por separado sino la sumatoria de todas ellas.


La guerra como objeto enunciado

La historia de la disolución de Yugoslavia es compleja en extremo y no da para explicarla aquí; solo señalaré que el proceso de su desaparición implicó guerras exacerbadas por cuestiones étnicas vinculadas a las religiosas. En una lectura que lleva a las comunidades imaginadas de Anderson al paroxismo, serbios, croatas y bosnios construyeron identidades y hasta repúblicas en territorios diversos; de tal forma, tuvimos desde una República Serbia de Bosnia y Herzegovina (muy aparte de la República de Serbia) hasta una Comunidad Croata de Herzeg-Bosnia y sus equivalentes en territorios croatas y serbios. Como algunas de sus más tristemente célebres consecuencias tenemos el Genocidio de Srebrenica y el Sitio de Sarajevo, por nombrar unas pocas atrocidades perpetradas en aquellos territorios contra objetivos civiles.

Zelovic abre su documental exponiendo sus dudas. ¿Cómo ha de abordar una guerra, esta guerra que la toca tan personalmente? Más o menos se hace las mismas preguntas que Silvio Rodríguez canta en “Playa Girón”. Opta por un inicio lúdico, con el “Waterloo” de ABBA como tema de apertura. Sabemos que esta canción, ganadora del Eurovisión en 1974, fue duramente criticada por comparar una catástrofe bélica con un “faling in love”. ¿Acaso esa es la representación que debe hacerse de una guerra, distante, frívola y enajenada desde cualquier perspectiva?

La directora y protagonista también duda sobre qué tratar en su documental: ¿Es la historia de una pérdida? ¿Es la historia de una guerra? ¿Es la historia de tres generaciones de una misma familia y su relación con una identidad que ya no existe? Como sea, su visión de las guerras de Yugoslavia tiene, lo reconoce, una distancia que poco le sirve para representársela y representárnosla. Ella ha pasado gran parte de su vida en los Países Bajos y regresa a su ciudad natal como periodista de guerra de la BBC, es decir casi como observadora.

Justo por eso apela a las personas. No le sirve contar una historia que siempre será la historia de los ganadores. Hablará de, desde y con los seres humanos: los desplazados, los ganadores, los perdedores, las víctimas y los verdugos; si pudiese, hablaría con los muertos. Y eso es lo que se nos muestra: una sucesión de personas antes que personajes, hablando de sus experiencias pero siendo desnudados por la cámara (por ejemplo su primo Zelkjo, el francotirador, nos dice que jamás le disparó a un civil pero en una secuencia en la cual nunca mira a la cámara y se deshace en tics nerviosos).

Como mencionó Portales en algún momento, Zelovic opta no por ser la documentalista-mosca-en-la-pared sino la documentalista-avispa-que-picotea-a-todo-el-mundo. Le planta cara a todos, incluso a ella misma, para tratar de entender qué significa la guerra para cada persona y en cada colectivo.

Muy lejos no llega en esa empresa, y parece que tampoco fue su intención. Su “propia guerra íntima” es su lugar de enunciación como descendiente de serbios, como mujer, como madre y como hija que no entiende cómo nadie a su alrededor es capaz de mirar más allá de las heridas, desde la plataforma sanadora de la gran patria. No entiende que ya no tiene país, no se siente cómoda con esa ausencia de identidad pero, antes de llorarla, la problematiza. Acaso toda esta gente que se autoproclama bosnia, croata o serbia… ¿no se da cuenta que tales identidades son también un capricho antes que una realidad objetiva, y que no tienen sustento así como nunca lo tuvo Yugoslavia?



El documental como vehículo de expresión

“La guerra está en todos lados”, dice alguien en algún momento de la película, picoteado por la avispa Zelovic. El amigo serbio le dice que no tiene interés alguno en contar su versión de la historia, pues nadie le creerá, y que mejor le haga un documental sobre sus plantas, tras lo cual la deja hablando sola, incómodamente sentada frente a una mesa –un plano que dura varios minutos y que es tenso por su inamovilidad-. Ya dijimos que casi la atropellan cuando se presentó como yugoslava a los espectadores. Los primeros planos de su rostro muestran respuestas viscerales a cada estímulo. Durante la incursión a su antigua casa vemos ahora un departamento en ruinas y con nuevos propietarios. Las conversaciones con su familia sobre los crímenes de guerra de su abuelo no llegan a ningún lado; son crímenes que ella misma se niega en un intento por reescribirse la (su) historia. Vemos también la vitalidad de las personas haciendo (ejercicios, por ejemplo, o bailando en coreografías o, simplemente, huyendo de las balas) contrapuesta a la estaticidad de los muertos (“tal vez en este momento yo esté pisando los restos de mi hijo, pues nunca supe dónde está enterrado”,  nos dice una mujer). Y entendemos al reportero como un nuevo "bando enemigo" desde el punto de vista de los ejércitos y los civiles; el documental es un vehículo incómodo que muestra una realidad que, por terrible, es preferible negarla.

Zelovic opta por trabajar con oposiciones, pero antes que “binarizarlas” las triangula. Por ejemplo, cuando enfrenta vida con muerte opta por mostrar un tercer elemento, casi siempre el plano panorámico del paisaje, árboles y bosque: es decir la tierra (¿el país?) como catalizador de este conflicto puntual. Evita en todo momento caer en dicotomías como la manida /buenos/ versus /malos/: todo tiene un tercer punto de vista –incluso más de tres-. Así, la guerra y la paz encuentran su tercer elemento en la conciencia de Zelovic, que ni está en paz consigo ni deja fluir la guerra, es decir el odio, en ella pues no tiene un bando desde el cual performarlos; simplemente está buscando dónde lanzar el ancla, dónde encontrarse a sí misma pero en territorios neutros de pasiones.

El lenguaje cinematográfico de “My Own Private War” es frenético: pantallas divididas, saltos de tiempo, insertos de VHS, fotografías desenfocadas, cámara en mano completamente sucia, calidad de imagen pobrísima –con toda la intención-… Con todo, se permite licencias poéticas como la caída de las hojas en otoño que abren y cierran la película, la belleza de la nieve y las escenas en que juega con su hijo.

La opción de la directora es convertirse en instancia enunciadora y enunciataria a la vez: porque las guerras no pueden ser cuentos históricos, una sucesión de hechos narrados en tercera persona con pretendida objetividad. Las guerras matan personas, desplazan, violan, destruyen hogares, exterminan comunidades y aniquilan países; y si no es desde las emociones, ¿cómo dar cuenta del horror, del miedo, del rencor y de la confusión?


El cine de Europa del Este responde a una realidad que está casi en el ADN de sus realizadores. Porque todos, sin excepción, fueron víctimas o victimarios. Es obvio que queda ahí una lección que debemos aprender en relación con nuestro  propio conflicto armado, con nuestras propias tensiones étnicas y con las formas en que nos acercamos a ellas para representarlas. Mientras sigamos viendo las contradicciones peruanas desde los puntos de vista Lombardi, Toronja o Calero (y lo que es peor, aplaudiéndolos con complicidad) no conseguiremos ni distinguir nuestras heridas ni, mucho menos, curarlas.

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