Entendámoslo de una vez: las políticas culturales no sirven solo para preservar el patrimonio arqueológico ni para promover el anquilosado academicismo que fuera el modelo a seguir hasta el siglo pasado. Tienen que ver con la gestión integral nacional de la cultura, concebida como manifestación de absolutamente todo lo que se crea, expresa, manifiesta y omite por parte de los ciudadanos, y se convierten en nuevos desafíos para los Estados.
Bajo esta premisa, son dos las principales tareas pendientes que tiene el gobierno antes de pretender implementar políticas culturales eficaces. La primera es democratizar la cultura, de tal manera que todos puedan acceder a ella, y que todos puedan producirla y convertirla en parte de una gran industria. Para esto, es necesario que las bases productoras de cultura (el pueblo, por así decirlo, en el sentido más amplio del término) se organicen de tal manera que puedan interactuar con las élites políticas en igualdad de condiciones para que estas últimas creen un marco legal que se ajuste a las necesidades específicas de cada manifestación, considerando el contexto específico de cada pueblo.
Sin embargo, vemos aquí que el problema del Perú sigue siendo el mismo de siempre: por un lado, los creadores no solo desconocen los mecanismos que les permitirían participar de la gestión de las políticas culturales sino que, además, no saben que conocerlos es su obligación como ciudadanos. Y esto es consecuencia de varios siglos de enajenación, segregación y exclusión por parte de un Estado que cierra los ojos ante la diversidad y la riqueza de su cultura.
De otro, los actores que impulsan el movimiento del mercado sí parecen reconocer la importancia de la diversidad… como aliciente de ventas y herramienta de márquetin, pues habría que ser extremadamente ingenuos para atribuirle solo intereses altruistas a las empresas privadas y, mucho menos, un análisis inteligente y objetivo del impacto social de la manipulación de la cultura. La mediación estatal en este punto es de vital importancia.
Todo esto nos lleva a pensar en la segunda tarea pendiente del Estado, previa al establecimiento de políticas culturales apropiadas: la inclusión social en todos los ámbitos y en todas las direcciones posibles. Inclusión de pueblos, etnias, culturas, lenguas y cosmovisiones; de sectores socioeconómicos; de mujeres y niños en igualdad de condiciones. Desde este punto de vista, las taras a combatir son la discriminación, el racismo y, sobre todo, el desequilibrio económico que afecta siempre a los mismos sectores y sin cuya participación, como ya hemos visto, la implementación de las políticas culturales es imposible.
El rubro cultural en el Perú
A la luz de lo expuesto, resulta evidente que una institución dedicada a crear, implementar y monitorear políticas culturales deberá velar también por la preservación de las manifestaciones, teniendo en cuenta que esto empieza necesariamente con la inclusión de todos los ciudadanos. En resumen, debe considerarse que la gestión del Estado en el ámbito cultural está estrechamente relacionada con el trabajo en materia de derechos humanos.
Esta concepción sobre la cultura y su vinculación con los derechos fundamentales ha ido forjándose tanto en Europa como en América Latina desde la década de 1960, y tiene que ver con los enfoques de desarrollo que han ido incorporándose en el trabajo de los gobiernos y de los principales organismos y agencias internacionales (en especial, las de la ONU).
La tendencia llegó a Perú a mediados de la década pasada (Alejandro Toledo tuvo en agenda durante varios años la creación de un ministerio específico para este sector), tomando forma hacia la etapa final del segundo gobierno aprista.
La creación del Ministerio de Cultura durante el segundo gobierno de Alan García se anunciaba como una decisión poco afortunada. Si bien era imprescindible y urgente contar con dicha instancia gubernamental, el problema estaba en los enfoques poco inteligentes y bastante conservadores que el aprismo tiene hasta la actualidad sobre políticas culturales.
Pese a las angustias de muchos y con el entusiasmo de pocos, en agosto de 2010 se creó el ministerio sin tener claros sus alcances, los límites y la especificidad de sus funciones.
El Estado dio este gigantesco paso sin preocuparse de los pasos previos (la inclusión social y la democratización de la cultura). La definición de cultura dada por la Ley de creación del Ministerio de Cultura (Ley 29565, julio de 2010), “considera en su desenvolvimiento a todas las manifestaciones culturales del país que reflejan la diversidad pluricultural y multiétnica”, incluye a todas las instancias “que realizan actividades vinculadas a su ámbito de competencia, incluyendo a las personas naturales o jurídicas que realizan actividades referidas al sector cultura”, y cuenta con las siguientes áreas programáticas: a) Patrimonio Cultural de la Nación, Material e Inmaterial, b) creación cultural contemporánea y artes vivas, c) gestión cultural e industrias culturales, y d) pluralidad étnica y cultural de la nación (artículos 3 y 4). La mayor parte de esta ley parece consagrar al ministerio a la administración y preservación patrimonial antes que a la gestión e implementación de políticas.
La misma Ley 29565 contempla, en su artículo 19, la figura del viceministro de Interculturalidad, como “la autoridad inmediata al Ministro en asuntos de Interculturalidad e Inclusión de las Poblaciones Originarias”, concentrando solo en ella las actividades y responsabilidades que deberían ser transversales a toda la estructura institucional.
La gestión aprista
Cecilia Bákula, nefasto personaje que tuvo a su cargo el INC. |
Juan Ossio, ministro de Cultura desde setiembre de 2010, hizo más de lo mismo pero con menos personalidad. Dio marcha y retroceso, con sendos decretos y derogaciones, sobre la incorporación al ministerio de la Escuela Nacional de Ballet, Escuela Nacional de Arte Dramático, Escuela Nacional de Folclore, Escuela Nacional de Bellas Artes y el Conservatorio Nacional de Música, sin consultarles nada. Se dispuso del Consejo Nacional de Cinematografía (Conacine) sin consultar a los realizadores y productores. También, durante su gestión, se hizo una férrea defensa del Cristo del Pacífico (que apareció prácticamente de la noche a la mañana en la costa limeña, nuevamente sin consultar siquiera a la Municipalidad de Lima).
La gestión nacionalista
Susana Baca, primera afrodescendiente en ocupar un cargo ministerial, fue Ministra de Cultura por cuatro meses. |
El pasado domingo, el sociólogo, profesor y maestro Luis Peirano asumió la cartera de Cultura, cargando con todos los desafíos que, supuestamente, Susana Baca debió encarar con el fin de establecer los lineamientos políticos nacionales en el sector. La diferencia es que Peirano sí cuenta con alguna experiencia en gestión cultural y eso nos hace ver una luz al final del túnel: ha sido miembro de la Comisión Nacional de Cultura del Comité Técnico de Cultura de la UNESCO (2004 y 2005) y de la Comisión Nacional de Cultura, y presidente del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (DESCO, 1993-1997) y del Tribunal de Ética del Consejo de la Prensa Peruana (2006 y 2007).
Luis Peirano sucedió a Susana Baca. |
Mientras tanto, parece que seguiremos huérfanos de políticas culturales en el Perú.
Por Daniel Ágreda Sánchez
Publicado en el número 5 de la Revista Siete.
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