lunes, 31 de mayo de 2010

L@s human@s bidimensionales

La humanidad tiene su techo, uno bien bajito. Dentro de este gran edificio en que nos hemos encerrado voluntariamente (lo de “gran” no es valorativo sino cuantitativo) cada quien tiene su propio cielo raso según la altura de sus pensamientos y lo agudo de su mirada; también, lamentablemente, según lo bien o lo mal que le vaya tratando la vida, cuna de oro, pesebre, cama de hospital…

El lenguaje es un arma poderosa, pero no tan peligrosa como, por ejemplo, la energía nuclear que, en manos norteamericanas equivocadas, puede matar a millones de personas y desaparecer una ciudad solo porque el presidente de una potencia mundial amaneció con dolor de cuello. No es así, porque gracias a todos los dioses del panteón yoruba (a quienes invoco seguido porque son los únicos cuya no-existencia aún no puedo demostrar categóricamente), el lenguaje, al igual que la humanidad, tiene su techito y no es capaz de apropiarse al 100% de la realidad ni de dibujar, esbozar o garabatear todos los pensamientos que un ser humano es capaz de concebir.

Claro, asumiendo que un ser humano (todavía) sea capaz de concebir pensamientos por sus propios medios, dejando claro en este punto que pensar a través de palabras o imágenes no son medios propios sino “medios apropiados” (es decir, de los que uno se apropió). Los pensamientos en general no tendrían ni deberían tener un correlato o una traducción en la lengua materna del portador del pensamiento. La transliteración del pensamiento es una grave pérdida de libertad y es la que acorta más la altura de nuestro techo humano.

Luego del lenguaje viene el trasfondo ideológico. Demás está decir que el conservadurismo y la militancia religiosa (por convicción o por inercia) no dejan mucho margen de libertad de pensamiento. Pero el liberalismo, el ateísmo, el agnosticismo y la apertura de mente también son constrictivos, aunque, para ser honestos, los techos de los menos aferrados a ideas preconcebidas suelen ser un poquito más altos que los del común de los mortales.

Los sentimientos son la tercera y tal vez la más importante piedra en el camino. La bondad suele ser tan negativa como la maldad cuando solo se trata de satisfacernos egoístamente, queriendo demostrarnos a nosotros mismos y a los demás que somos mejores personas que el resto  (como es evidente, esto sucede en la mayoría de los casos). El egoísmo y el egocentrismo (y los otros “centrismos” también: etnocentrismo, adultocentrismo, androcentrismo, etcétera) son restrictivos. El miedo también, porque nos hace aferrarnos a las cosas tal como son y como están, o como creemos que son y están, o como nos dijeron que deben ser y estar. El cambio y lo diferente son los eternos rivales de la humanidad, porque esta quiere mantener el status quo, porque le teme a la novedad.

Pero el status quo no existe (más que como efecto de sentido). La tierra no girará eternamente alrededor del sol: En cualquier momento, una tormenta solar un poco más grandecita de lo acostumbrado puede achicharrar a Mercurio, Venus, Tierra, Marte y el cinturón de satélites sin dejar rastros de civilización alguna. Si esto no sucede, a la larga el sol se convertirá en una supernova y crecerá por lo menos hasta seis veces la distancia de su centro hasta Plutón (¡ese planetino!) y todo lo que esté a su paso desaparecerá para siempre (mejor dicho, como nada se pierde y todo se transforma, se convertirá en energía: su energía).

De la misma forma existen tormentas en la humanidad: nuevos pensamientos, ideas incomprensibles, verdades que salen a la luz a pesar de los esfuerzos de los gobiernos y las iglesias y los abuelos y los padres e incluso de algunos de los hijos, poderosas y comprehensivas maneras de ver la realidad o por lo menos la porción de realidad que podemos percibir con los sentidos más la inteligencia.

Carl Sagan explicaba (o trataba de explicar, porque Sagan era dueño de uno de los techos más altos de la historia contemporánea y es muy probable que pocas personas hayan 1.- captado la idea y 2.- sacado conclusiones a partir de ella) en su “Cosmos” que, si viniese un ser bidimensional a nuestro mundo de tres dimensiones, sería incapaz de comprender la realidad, porque no sería capaz de comprender el concepto de profundidad. Claro, habría que enmendarle la plana a Sagan y decirle que ser tridimensional no es mejor que ser bidimensional ni visceversa y que el mismo ejercicio se puede aplicar en sentido inverso: un ser tridimensional no comprenderá la visión bidimensional del mundo por más que se la expliquen como se la expliquen (y eso no lo hará naturalmente bruto, solo determinará la altura de su techo). El hombre no es la medida del universo; el hombre es solo la medida de la humanidad (aunque a veces se queden grandes mutuamente).

Hacer el ejercicio de ejemplificar acerca de si una persona “que-piensa-así” es bidimensional y que “otra-que-piensa-asá” es tridimensional y de ahí concluir algo trillado sobre la incapacidad de entendimiento mutuo puede ser exasperante y hasta ofensivo para los biempensantes así como inútil para los que no lo podrán entender ni en 17 reencarnaciones consecutivas, así que dejarlo de lado ahorrará por lo menos tres párrafos de lectura que pueden ser invertidos en cosas más importantes o urgentes (como dice Mafalda: “lo urgente nunca deja tiempo para lo importante”, así que mejor apuremos lo pretenciosamente interesante).

El problema es que toda la humanidad es bidimensional. Toda. Nuestro techo es tan pero tan bajito que convierte a todo el recinto en el que vivimos, en un mundo sin altura, dejándonos espacio para movernos solo a lo largo y a lo ancho (aunque a veces lo largo o lo ancho nos queda muy lejos). De otro lado, lo largo y lo ancho, por poner un ejemplo al azar, como la filosofía (recorderis: estamos hablando de occidente), o mejor dicho, los filósofos y sus sistemas, están bastante sobredimensionados y sobrevalorados cuando, en los mejores casos, apenas han cuestionado un poquito las cosas hasta donde su miedo les permitió (o hasta donde se lo permitió el mecenas que les daba de comer; ese es cuento aparte). Cuando occidente miró un poquito más allá descubrió el pensamiento de oriente y se maravilló porque, por alguna razón extraña, a los asiáticos en general se les ocurrió más y mejores cosas. Y ahora que está de moda la curiosidad etnocultural con su condimento antropológico y su porción de caviar marca “Nueva Era” (el de la lata verde, que es el de dieta), occidente ha descubierto que hay tanta sabiduría en los tres tomos de “El Capital” como en el sistema administrativo asháninka. Y con cada vuelta de tuerca que le damos al tornillo del autoengaño, nos creemos que lo poco que hemos avanzado al gatear en círculos, ha significado un paso grande para la humanidad. Ignoramos, con toda la soberbia que nos cabe en pulmones, bronquios y bronquiolos, que cada pretendido gran logro lleva la impronta de los intereses que lo hicieron posible, los que nunca salpican más allá de la umbra (porque no les conviene).

Hay tantas cosas por aprender. Y aprender es tan fácil como enamorarse (pero no es cómodo, ni bonito ni agradable; como enamorarse). El mundo (no nuestro mundo sino el otro mundo, el de verdad) está esperando a que la humanidad abra su mente para conocerlo un poquito mejor. Pero hay mucho muro de por medio, empezando por el poco interés, pasando por la poca capacidad y encallando en el eterno ejercicio de ver una partecita de la verdad y escondérsela a los otros para que todo siga igual y de paso posicionarnos unos metros más allá del resto. Mientras tanto, seguimos siendo los seres que describió Platón, mirando las sombras dentro de nuestra cueva bidimensional.

Pero yo tengo fe en la humanidad...


Por Daniel Ágreda Sánchez

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